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Nuestro
fundador
Un muchacho catalán
Gabriel Zaid
No sabía quien era
aquel muchacho imperioso y confianzudo,
que había leído El progreso
improductivo y me elogiaba de tú
y me censuraba de tú. Tenía
razón: yo no sabía que las
máquinas de coser como una vía
para el desarrollo desde abajo ya habían
sido recomendadas por Kropotkin. Tenía
razón, yo veía los ideales
de autarquía y libertad como una
tradición campesina, sin referencia
al anarquismo, del cual tenía poca
información. Finalmente, me dijo:
-Eres un anarquista sin saberlo.
Colgó el teléfono, y me dejó
intrigado y halagado; como investido de
un aura radical, un parche de pirata y una
bomba debajo del brazo.
Le hablé a José de la Colina,
que había salido en la conversación
como amigo común, y que alguna vez
me había dicho algo parecido, cuando
hablé del free-lancing como una forma
utópica de organizar la producción,
en la que nadie fuera jefe de nadie.
No, Ricardo Mestre no era un muchacho catalán.
Nos llevaba veinte años, aunque tuviera
aquella voz animosa un tanto cruda. Vivió
la esperanza de reconstruir la sociedad
bajo principios autogestionarios en la república
española, y vivió la derrota
bajo la fuerza autoritaria de comunistas
y franquistas.
Las conversaciones con Mestre continuaron
en su modestísima oficina de Morelos
45, despacho 206, donde había reunido
( y sigue creciendo) la Biblioteca Social
Reconstruir, una especie de centro de información
libertaria, no sólo con los clásicos
del anarquismo, sino con un acervo impresionante
de publicaciones periódicas de anarquistas
españoles y mexicanos, del siglo
XX.
Le hubiera gustado la dirección electrónica
que tiene desde hace poco: www.libertad.org.mx
y su correo electrónico: libertad@mail.internet.com.mx
y biblioteca@libertad.com.mx pero no tuvo
que esperar a la red para enlazarse con
media humanidad a través del teléfono
(52) 5512-0886, en las mañanas.
Por supuesto que estaba contra las bombas,
de la guerrilla universitaria, y de todo
terrorismo, empezando por el estatal. No
se trataba de llegar al poder, sino a la
libertad. Le parecía esencial la
verdad: la autenticidad, la discusión,
la fraternidad. Le parecía esencial
la moral: la verdad viva, cooperante, libre.
Vivía la transparencia de las ideas
y de las posiciones como una transparencia
moral.
Su fe en la discusión, los libros
y la prensa como vías libertarias
me impresionó, más aún
porque su escolaridad era mínima.
Me hacía ver la contraposición
entre dos instituciones afines y opuestas:
la lectura libre y la universidad. La escolaridad
está en la tradición del saber
jerárquico, vertical, transmitido
desde arriba, acreditado por una autoridad
que expide credenciales. La lectura libre
es una discusión entre iguales, que
se va extendiendo: un saber crítico,
horizontal, abierto y sin credenciales,
donde la única autoridad que importa
es la autoridad moral.
Mestre se ponía al tú por
tú con quien fuera, anulando en ese
mismo acto el arriba y el abajo. No se dejaba
arredrar por la escolaridad, el renombre,
el poder o el dinero, pero tampoco despreciaba
o excluía a su interlocutor en ese
caso: lo trataba igual que a los muchachos
jóvenes que lo visitaban como a un
compañero. Tenía algo de socrático
(y hasta de mayéutico, como en su
primera llamada) en el ágora, el
café, las cartas a la redacción
de los periódicos, los artículos,
el teléfono.
Cuando se pudo jubilar y dedicarse nada
más a eso estaba feliz "¡por
fin he vuelto a ser un anarquista de tiempo
completo!." Lo había sido siempre
a su manera por que en la esclavitud de
sostenerse con otras actividades había
sido soberanamente libre. Lo había
sido también en las ideas, por que
no aceptaba ortodoxias ni del anarquismo,
era un muchacho generoso discutidor y transparente,
un libertario sin credencial.
A Ricardo Mestre (Cataluña 1906-México
1997) lo conocí gracias a Héctor
Subirats y a José Luis Rivas quienes
colaboraban con él y con otros compañeros
(como A. Eyzaguirre y V. Molina) editando
una modesta revista de ambiciones provocadoras,
festivas y escépticas. Caos -así
se llamaba alcanzó varios números.
Siete, si no recuerde mal donde, además,
de los mencionados se publicaron entre 1974
y 1981 ensayos y textos de Max Stirner,
Cornelius Castoriadis, Georges Bataille,
E. M. Cioran, Fernando Savater, Tomás
Pollan, Agustín García Calvo,
H.L. Mencken, Claude Lefort, Pierre Clastres,
Luis Racionero, Jaime Moreno Villarreal,
Alfonso D'Aquino, Jan Kott, Manifiestos
Situacionistas y unos memorables Poemínimos
apócrifos de Efraín Huerta
cortesía del colectivo Caos, entre
otros materiales. En uno de los últimos
números estos buenos amigos hicieron
espacio para publicar algunas de las sátiras
que componen un libro precoz, (como todos
los míos), en parte inspirado en
el latino Juvenal y en parte alentado por
los bochornosos episodios circundantes en
México a principios de los años
ochenta.
Ricardo Mestre Ventura tenía algo
de corpulento patriarca bíblico,
una voz estentórea y resonante como
de guerrero troyano y una mirada viva, benévola
y traviesa. Llevaba mucho tiempo en México,
desde los años cuarenta, adonde había
llegado al término de la Guerra Civil
Española que, para él, como
para otros tantos anarquistas, fue doblemente
arriesgada. En un despacho de la calle de
Morelos, situado cerca de Bucareli y del
Café La Habana, en pleno corazón
del antiguo México político
y periodista, animaba y orientaba un grupo
de estudios libertarios; el sitio daba servicio
de biblioteca, se consultaban revistas extranjeras
afines y era, por supuesto, un punto de
reunión obligado para ciertos heterodoxos.
Aquel lugar honesto y luminoso poco tenía
que ver con las covachuelas tenebrosas que
mi imaginación aderezaba alrededor
de los conjurados Demonios de Dostoievsky,
del evasivo Silvestre Lanza o de las biografías
de los atormentados mexicanos Ricardo Flores
Magón y Librado Rivera. La bondad
incondicional de Ricardo Mestre, su bonhomía
de fondo campesino y mediterráneo,
su paternal modestia corrían el riesgo
de hacer olvidar el peso de su experiencia
vivida y leída. Desconfiaba de la
autoridad en primer lugar de la propia y
le gustaba jugar a las ideas respetando
las del adversario. Cuando la charla se
prolongaba, íbamos a comer al Mesón
del Cid, muy cerca de su oficina pues a
él le gustaba asistir al espectáculo
de mi paladar aventurero mientras recordaba
golosamente sus peripecias en la Revolución
de 1934 en Barcelona o despotricaba contra
los diversos y zurdos promotores de la violencia
armada como instrumento del cambio político.
A Ricardo Mestre le debo además de
muchos buenos recuerdos, un cuadrivio de
cuatro lecciones: la primera es la lectura
del doctrinario libertario Rudolf Rocker
y de su imponente Nacionalismo y cultura,
libro de cabecera no confesado de más
de uno; la segunda: una convicción
clara que para mi representó un alivio
y un descubrimiento de que se puede (y acaso
se debe) hacer política fuera de
los partidos, una actitud paralela a la
idea esa es la tercera lección de
que la sociedad puede prescindir de la vigilancia
y control de los gobiernos, que las sociedades,
provistas de una cierta educación
son capaces merced a la organización
y al Apoyo Mutuo (cf. Kropotkin) de administrarse
a si mismas sin demasiados aspavientos (lo
que de hecho ocurre en no pocos lugares
donde las cosas funcionan). El corolario
de estas ideas (cuarta lección) es
la idea (poco romántica y atrevidamente
estóica y epicúrea) de que
la cultura ha de ser instrumento de la felicidad
y la alegría, un agente de la Gaya
Ciencia y no de un enigmático terror
supersticioso fundado en infundadas reverencias.
Esta crítica al terrorismo alfabético
(del que yo había sido víctima
y del que me sentía en aquellos años
de contracultura no equívoco agente)
le abría las puertas del buen humor
y de una crítica implacable contra
las diversas formas de estupidez que amenizan
nuestra vida social con el pretexto de beatificarla.
Ricardo Mestre era catalán y había
en él un antiguo caudal pagano, ese
saludable desprendimiento, esa irradiación
de tolerancia y libertad que acompaña
como una sombra soberana a algunos hijos
industriosos del antiguo Mar Mediterráneo.
He encontrado en un escritor inglés,
Norman Lewis en su libro Voces del viejo
mar, unas frases que me recordaron no poco
a ese Mestre que tuvo algo que ver con la
organización de los pescadores en
aquellas épocas del breve verano
libertario: "En lo más profundo
de mi corazón dice uno de los personajes
de aquel pequeño pueblo de pescadores
en Cataluña apoyo la noble filosofía
del anarquismo. Permítame que le
explique en que consiste el anarquismo.
Nosotros los anarquistas nos oponemos a
la intervención del Estado. Podemos
cuidar de nosotros mismos, construir nuestras
casas, hacer nuestras carreteras, enseñar
a nuestros hijos todo lo que necesitan,
saber. ¿Para qué necesitamos
al Estado" (Lewis, Op. cit. p. 95).
Mestre, desde luego, estaba consciente de
la necesidad de reformar nuestras sociedades
pero también estaba consciente de
la necesidad de reformar el entendimiento
que tenemos de su historia política
y cultural. Aunque era muy inquieto, no
compartía la idea de practicar esa
reforma por la vía armada ni mediante
los llamados a la toma violenta del poder.
¿De qué servía tomar
el poder si lo más importante y valioso
de la creatividad humana sucedía
en sus márgenes? Las tesis de Rudolf
Rocker expresadas en Nacionalismo y cultura
(por cierto una obra memorable pero ya fechada
y que sería imperioso actualizar)
eran bastante explícitas a ese respecto:
el Estado aparece ahí antes como
una máquina de expropiación
cultural que como un instrumento de creación
como una máquina de captura para
acudir a la jerga acuñada por Deleuze/Guattari.
Otra lección crítica de Rocker
concernía al nacionalismo. ¿Podía
hablarse seriamente de una cultura nacional
sin incurrir en grotescos pregones racistas
ni ensalzar a esas corporaciones de copistas
agazapados en las instituciones?
La postura crítica de Ricardo Mestre
ante los movimientos políticos organizados
por la violencia, su inagotable curiosidad
intelectual y su aptitud para irse dejando
leer cada día por la historia escrita
en los periódicos hacían de
él una figura popular entre los jóvenes
heterodoxos (intelectuales o no). A diferencia
de otros emigrados españoles en México
a quienes la derrota de la República
parecía haber dejado en la boca agrios
resabios, Mestre desprendía una facundia
y jovialidad excepcionales (no es que no
conociera algunos problemas, pero tenía
el poder de los fuertes y, por ejemplo,
no le gustaba dar demasiada importancia
a su paso por el campo de concentración
de Argelés). La derrota, parecía
decir, fue de los ejércitos; la lucha
por las ideas sigue y seguirá. A
sus ojos uno de los signos de la amistad
era la eficacia: le encantaba conseguirte
un libro que no hubieses encontrado, un
dato de difícil acceso y nada agradecía
tanto como una ayuda discreta y oportuna,
por ejemplo el préstamo de la Historia
del socialismo de Jean Juarès. La
idea de la acracia, del impulso libertario
entendido como un proceso progresivo de
emancipación de la autoridad instituida
no dejaba y no deja de parecerme una pendiente
saludable en un universo como el nuestro
(hispánico, hispanoamericano y mexicano)
en que la bendición de la autoridad
central (antes Papal) parece ir y va muchas
veces antes que el bienestar y la salud
de los bendecidos. Tanto más saludable
cuanto que esa dependencia de los funcionarios
(públicos y privados) de toda índole
lleva a la circunstancia ubicua de que todo
parece haber sido inventado menos para la
comodidad o beneficio de los usuarios que
para el bienestar y tranquilidad de los
administradores. Ricardo Mestre supo infundir
en muchos de sus jóvenes y no tan
jóvenes amigos, por ejemplo Enrique
Krauze o Alan Derbez, la idea de que la
Reforma del Estado pasa por una Reforma
Radical del Entendimiento que de Él
tenemos: que no debemos esperar tanto de
las máquinas burocráticas
ni menos vivir en las ascuas permanentes
de una crítica resentida a las academias
e instituciones y que acaso sea mejor aproximarnos
al futuro simple y sencillamente, siendo
prácticos, ejerciendo esa forma de
misericordia encubierta en el antiguo sentido
común. Por alguna de esas razones,
ante Ricardo Mestre uno se sentía
invariablemente más viejo que él,
como ha recordado oportunamente Gabriel
Zaid. Saludable desde joven, contaba que
durante la Guerra Civil cambiaba a los milicianos
los cigarrillos y el alcohol de la ración
cotidiana por embutidos y conejos. A diferencia
de muchos de sus espectrales partisanos,
terminó la guerra con la risueña
corpulencia que ya para siempre fue suya.
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Designa una situación política o social en la que ningún individuo ejerce poder o autoridad alguna sobre otros. Las connotaciones de la palabra varían drásticamente según se considere esta ausencia de autoridad: bien como un ideal deseable, bien como un caos a evitar.
Es definida en su sentido positivo como la situación humana autoorganizada más justa y libre posible y deseable en la que impera el respeto mutuo entre los individuos libres[1]. Puede ser planteada como un proyecto a futuro y al mismo tiempo como algo que se ha dado y actualmente se da en varias formas de relaciones humanas existentes en este momento y en varios lugares a la vez de forma constante y aleatoria [2], ahí donde los seres humanos pueden relacionarse en libertad e igualdad plenas. Históricamente, la tendencia a la anarquía como ideal político se ha expresado a través del anarquismo