En
esta sección presentaremos reseñas
y críticas de libros y artículos
de autores anarquistas o afines. Te invitamos
a enviar tus textos para ir conformando
entre todos, una enciclopedia alrededor
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"Todo lo sabemos entre
todos" nos enseñó Alfonso
Reyes, con su infatigable ejemplo de polígrafo
amante de la libertad.
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FAQ anarquista: Todo lo que quisiste saber acerca del anarquismo y nunca te atreviste a preguntar. Esta serie de articulos, temáticamente categorizados, te darán respuesta a inquietudes alrededor del las ideas ácratas. Por cierto, por la misma "naturaleza" del anarquismo, esto no es un documento rígido, especie de "libro sagrado", al que no hay que cambiarle ni una coma; sino un cojunto de tentativas realizadas colectivamente, reconociendo con sensibilidad y debatiendo con energía, en un proceso permanente hacia la libertad. Basado en los trabajos del colectivo anarchist FAQ
• Categoría:A - ¿Qué es el anarquismo?
• Categoría:B - ¿Por qué los anarquistas se oponen al sistema en vigor?
• Categoría:C - ¿Cuáles son los mitos de la economía capitalista?
• Categoría:D - ¿Cómo afectan el estatismo y el capitalismo a la sociedad?
• Categoría:E - ¿Qué piensan los anarquistas que causa los problemas ecológicos?
• Categoría:F - ¿Es el anarco-capitalismo un tipo de anarquismo?
• Categoría:G - ¿Es el anarquismo individualista capitalista?
• Categoría:H - ¿Por qué se oponen los anarquistas al socialismo de estado?
• Categoría:I - ¿Qué sociedad quieren los anarquistas?
• Categoría:J - ¿Qué hacen los anarquistas?
• Categoría:K - Delito y castigo en la sociedad anarquista
Apéndices
• Apéndice A - Anarquismo y anarco-capitalismo
• Apéndice B - Los símbolos de la anarquía
• Apéndice C - Anarquismo y Marxismo
• Apéndice D - La Revolución Rusa
Estados
canallas
Noam Chomsky
Paidós, Barcelona, 2001
285 páginas
Santa ira (I)
Por Julio Aramberri
Cortesía de La Revista de Libros.
www.liberalismo.org
En realidad, a pesar de sus 270 páginas,
el libro de Chomsky sobre los estados canallas
es un libro breve. Si, junto a la información
aviesamente seleccionada que suministra
al lector, hubiera tenido la honradez intelectual
de, al menos, resumir los argumentos de
los países a los que tan acerbamente
critica, el asunto podría haberse
ido a una extensión tres o cuatro
veces superior. Aunque, bien visto, si no
fuera por la repetición a veces textual
de párrafos y aun páginas
enteras en varios lugares del libro (por
ejemplo, las páginas 10-12 reaparecen
en 71-73 y en 188-189; las 23-25 en 42-43;
las 50-53 en 235-237), a lo mejor habría
podido reducirlo sustancialmente, con lo
que todos habríamos salido ganando.
¿Qué son los estados canallas?
Ante todo, una aleve traducción castellana
de la expresión inglesa rogue states.
El sustantivo rogue, cuyo primer uso reconocido
remonta el diccionario Merriam Webster a
1561, tiene diversos sentidos: vagabundo,
merodeador, sinvergüenza, travieso
o pillo en el sentido que le daban los traductores
mexicanos de los tebeos de Superman. El
uso de rogue como adjetivo es más
moderno, se remonta a 1872, y califica algo
o a alguien como peligroso por estar al
margen de un grupo, a manera del toro desmandado
o, en general, del cimarrón o «animal
que ha huido y se ha hecho salvaje»
(María Moliner), es decir, no implica
de suyo mala entraña, por lo que
claramente tiene poco que ver con la «persona
despreciable y de malos procederes»
con que el DRAE define al canalla.
Este puntillo de la traductora tiene su
aquél. Para el Departamento de Estado
americano, un rogue state es el que se aparta
de las normas internacionales generalmente
observadas, por ejemplo, al amparar el terrorismo.
Con un entimema, Chomsky propone que la
expresión se aplique, sobre todo,
a Estados Unidos y Gran Bretaña,
que son, en su opinión, los grandes
violadores cósmicos del derecho de
gentes y así, albarda sobre albarda,
la traducción española convierte
a ambos en los estados canallas del título,
es decir, en miserables en grado sumo, según
la acepción de María Moliner.
¿Por qué son estados canallas,
los Estados Unidos y Gran Bretaña?
Para Chomsky, ambos, y por ese orden, son
conocidos por su afición a abanicarse
con las normas de la sociedad internacional
cuando las consideran contrarias a sus intereses,
lo que suele suceder en numerosas ocasiones.
No es ese un modelo deseable de comportamiento
en la sociedad internacional. Para Chomsky,
tras la segunda guerra mundial se ha constituido
un orden mundial muy similar al estado de
derecho que rige en los países democráticos.
Chomsky no hace grandes precisiones, pero
de los escritos reunidos en este libro se
deduce que se trata de un conjunto de reglas
codificadas en la Carta de las Naciones
Unidas y aplicadas por el Tribunal Internacional
de Justicia. Es decir, existe una verdadera
constitución internacional, con un
poder judicial que la sanciona. A menudo,
por las analogías que se despliegan,
uno imagina que el legislativo está
compuesto por la Asamblea General y el Consejo
de Seguridad de la ONU y el ejecutivo por
su Secretariado General, lo que redondea
el modelo.
Los estados que no se quieren cimarrones
respetan los mandatos de esa institución
global. Por su parte, Estados Unidos no
acepta la existencia de ese estado de derecho
y considera que la respuesta a un desafío
a su poder y prestigio no es una cuestión
legal, como lo formulara Dean Acheson en
1963 con ocasión del bloqueo a Cuba
y la llamada crisis de los misiles. El libro
repasa la disposición americana a
no reconocer más juez que su conveniencia
y levanta una causa general contra la política
internacional de Estados Unidos desde Guatemala,
Vietnam y Centroamérica hasta los
Balcanes, Colombia, Timor Oriental, Chechenia
y varios lugares más.
¿Qué lleva a los americanos
—los británicos sólo
hacen de malos cuando lo exige el guión—
a hacer alarde de tan mala índole?
Hay un largo catálogo de motivos
sin jerarquizar. Unos son estructurales,
como la corporativización de la economía
americana y la consagración del principio
de que «los poderosos y los privilegiados
tienen que poder hacer lo que quieran»
(pág. 268), luego sancionado por
las decisiones de la OMC. Otros son coyunturales,
y entre ellos destaca el fin de la guerra
fría, tan añorada por Chomsky,
pues «el asalto estadounidense se
[ha] vuelto considerablemente más
duro desde que la URSS desapareciera de
escena» (pág. 10). Al fondo,
la inmoderada concupiscencia de poder incontrolado
del imperio. En cualquier caso, una consecuencia
se impone. Estados Unidos es el primero
y principal de los estados canallas porque
no respeta el imperio universal de la ley
ni está dispuesto a seguir las normas
de conducta internacional que no coincidan
con sus propios intereses.
Hay asuntos, empero, que no quedan claros
en esa formulación. El primero es
la pepla de que las instituciones de Naciones
Unidas son algo así como un parlamento
universal. Naciones Unidas es, sin duda,
uno de los grandes logros del proceso de
democratización y de globalización
jurídica iniciado tras la derrota
del Eje. Lamentablemente, dista mucho de
ser un verdadero estado universal de derecho.
Según el World Forum for Democracy
celebrado en junio de 2000 en Varsovia,
de los 192 estados soberanos existentes
a comienzos del siglo XXI, 120 (58,2% de
la población mundial) usan procesos
electorales, aunque tan sólo 85 (38%)
pueden ser considerados como verdaderas
democracias que respetan los derechos básicos
y el imperio de la ley. En estas condiciones,
considerar a la Asamblea General de la ONU
como un parlamento universal democráticamente
elegido no pasa de ser un consolador para
picapleitos.
Pero es una ficción con compensaciones.
Como Estados Unidos se comporta en ocasiones
de forma unilateral y a veces contraria
a algunas de sus resoluciones, ahí
tenemos la prueba del nueve de su falta
de respeto por la ley y de sus tendencias
al encanallamiento internacional. ¿Pruebas?
Véanse los bloqueos a Irak y a Cuba;
la intervención armada contra Serbia
en 1999; por supuesto, la guerra de Vietnam.
La mano negra de los americanos ha dejado
sus huellas en casi todos los conflictos
recientes y con los tiznajos de sus presuntos
o probados desmanes trata Chomsky de frenar
cualquier posibilidad de una reflexión
más compleja. Por ejemplo, el régimen
de Saddam Hussein podría haber evitado
la muerte de, según se dice, más
de medio millón de niños con
sólo haber accedido a las inspecciones
requeridas, por cierto, por Naciones Unidas.
En el pliego de cargos al bloqueo contra
Cuba (11 páginas), el nombre de Castro
sólo aparece tres veces, ninguna
de ellas para recordar que no se ha sometido
a una sola elección desde el 1 de
enero de 1959 (cuarenta y tres años,
y contando), o que más de un millón
de cubanos hubieron de exiliarse, o que
el régimen es una dictadura que encarcela
y ejecuta a los disidentes internos. En
Kosovo, Estados Unidos prefirió destruir
«los prometedores avances democráticos
dentro de Yugoslavia» (pág.
64).
Ahora bien, si Estados Unidos es el perejil
de todas esas salsas, ¿cómo
es que las cosas le salen mal tan a menudo?
Debe de haber alguna fuerza mayor, algún
maleficio, no sé, tal vez un designio
divino en su contra, porque la de Vietnam
fue una derrota humillante; las sanciones
contra el régimen castrista no han
conseguido acabar con el dictador; Saddam
Hussein ahí sigue, tan terne y jaquetón
como solía; Reagan y Clinton salieron
respectivamente del Líbano y de Somalia
con el rabo entre las piernas. De hecho,
hasta la reciente intervención en
Afganistán, el temor al sortilegio
vietnamita ha pesado enormemente en la política
militar americana1, pero no esperen que
la visión paranoica de la historia
repare en semejantes pequeñeces.
1Para una discusión detallada, véase
David Halberstam, War in a Time of Peace.
Bush, Clinton, and the Generals, Nueva York,
Scribner, 2001.
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